Lugar
de paso
La carretera
general cruza el pueblo con grandes
dificultades. Las casas parecen querer apropiarse de ella e impedir que todo
aquel que se aventure a andar por estos lugares pueda continuar su trayecto. A
partir de ella el resto de las calles le son perpendiculares, en cuesta a un
lado y en acentuada pendiente al otro, hacía el mar. Sólo en unos pocos metros
de dicha vía se puede aparcar y por suerte, cuando uno llega sobre la una de la
tarde, los encuentra libres. El día es tan claro y limpio que, ante la
perspectiva del valle, a uno le hubiese gustado permanecer horas recorriendo
con la mirada cada rincón del, cada día, más poblado paisaje. Las palomas
descansan sobre los gruesos cables de las compañías eléctricas y de telefonía y
que, en muchos rincones de nuestras islas, fragmentan el cielo en innumerables
polígonos irregulares. Visitan, también, el alero de una vieja casa, abandonada
como muchas de las que nos podemos encontrar en nuestros pueblos. Las nubes van
ocupando parte del cielo y lentamente van haciendo el día más atractivo.
Por lo visto, he
aparcado en el lugar en el que lo acostumbra hacer un bar ambulante de perros
calientes y churros cuyos propietarios se han visto, por ello, obligados a
detenerse unos metros más atrás, no sin antes acercarse a comprobar quién se ha
permitido el lujo de ocupar un espacio que, por costumbre, todos saben que les
pertenece. Sobre un suelo con manchas de grasa permanece uno mientras comienzan
a llegar los primeros clientes atraídos por su característico aroma, olor que
en poco tiempo se extenderá por todo el
pueblo. Todo esto, el sentimiento de haber usurpado el único lugar en
horizontal de esta carretera, calle principal al propio tiempo, me inclinan,
por un momento, a buscar otros horizontes. Pero esto va contra mi proceder.
Aprovecho, por tanto, un momento en el que menos personas rodean el carro ambulante para salir a recorrer el pueblo.
Desde la última
casa, en lo alto del pueblo, esperando a que un furtivo rayo de sol atraviese
la capa de nubes, que lentamente han ido cubriendo el cielo, y se pose sobre
las blancas paredes de las casas del pueblo, la torre de la iglesia se
interpone sobre el mar en calma que se ve al fondo.
Pronto se siente
uno un poco intruso e incomodo en aquel lugar. Observado y rechazado, aunque
nadie te lo haga saber. Es una sensación que potencia tal vez la estrechez del
pueblo y la dificultad para aparcar. Es uno de esos lugares por los que se pasa,
pero sin poner los pies en el suelo. Al pasar se mira lo que se puede, pues, mientras
esquivas a los transeúntes, a las esquinas de las casas y a los coches que te puedes
encontrar en dirección contraria, apenas te da tiempo de nada más. Cuando te
das cuenta has dejado el pueblo tras de ti, sin posibilidad de detenerte en
ningún lugar. Parece que caminemos por un pueblo del lejano oeste americano
donde los visitantes son contados y por ello novedosos. Una “banda de
forajidos” se ha hecho con parte del pueblo alrededor del único bar que con la
música como atractivo convoca a toda aquella persona ociosa. Con acelerones y
ruidos emitidos por los tubos de escape, especialmente preparados para esa
función, los nuevos miembros de la banda que llegan se hacen notar y atraen las
miradas de los que esperan observando la carretera en busca de cualquier
novedad.
Cuando regreso al
coche, desde la distancia, observo que otro vehículo, aparcado en doble fila,
un banco con seis personas sentadas y el bar ambulante, rodeado de clientes, me
harán imposible cualquier movimiento. Busco la frase adecuada que me exculpe
del daño causado a quienes por antigüedad y costumbre el espacio le pertenece.
Pidiendo disculpas y saludando a izquierda y derecha al salir y moviéndome
lentamente sale uno del lugar dando un respiro y sabiendo que allí, cuando uno
vuelva por esos lugares, no aparcará jamás. No ser objetivo de las
conversaciones de otros y pasar desapercibido, que es lo que uno persigue, no
es lo que logra en este lugar.
Con la fotografía
uno roba espacios y lugares que le sirven para su narrativa pero al alejarme de
aquí esta sensación adquiere un auténtico sentido.
Abril 1996
2014. Acuarela sobre papel, 16x17cm.
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