jueves, 20 de febrero de 2014

 Niebla

Después de una tarde en la que la luz del sol dio todo su esplendor a las innumerables flores amarillas que combinadas con el verde anuncian la primavera, hoy, domingo, amanece todo blanco. La niebla que nos lleva acompañando casi dos meses nos recibe desde primera hora de la mañana.
Para la anciana, y para la mayoría de los habitantes del pueblo, los domingos son iguales a cualquier otro día de la semana; el mismo ritmo, las mismas necesidades. También los domingos las cabras necesitan salir al campo y ser ordeñadas y la anciana, como cualquier otro día, desde las ocho de la mañana sale a estirar las piernas y ante la incrédula, aunque habituada mirada de la ventera, comienza a subir una cuesta embarrada después de varios días de lluvias al tiempo que trata de esquivar  la persistente ventisca que acompaña a la niebla. Casi una hora más tarde regresa de su paseo con paso más ágil y decidido, ejemplo de que el ejercicio le viene bien a sus piernas. Poco después se acercará a la venta, donde, como cualquier otro día, buscará a alguien con quien hablar.
A las nueve de la mañana un primer y pequeño rebaño de cabras cruza rápido el centro del pueblo, ellas deseosas por llegar a su destino y el cabrero, que no encuentra a nadie con quien cruzar ni una sola palabra, no ve motivo para detenerse.
La sensación de frío es mayor que aquella que nos indica los nueve grados del termómetro. Si no fuera por los constantes ladridos de los perros que cortan la tranquilidad reinante, el silencio seria total, un profundo silencio que la gente busca romper con la palabra, aunque las conversaciones a veces parezcan repetirse. La brisa se intensifica y mantiene a uno pegado a su lectura, aunque la luz que nos ilumina es cada vez más endeble. El día es plomizo y frío, algo evidente viendo cómo, los pocos visitantes que van llegando, se bajan de sus coches, tapados hasta las orejas y cómo corren a resguardarse en el bar o en la venta nada más poner los pies en el suelo.
Hoy nadie permanece en los muros de la plaza. Hoy nadie tiene el valor de sentarse en las piedras y ladrillos que, junto a las paredes y con vistas a la carretera, hacen de bancos. Hoy el pueblo vive de paredes adentro y nada hace prever que a lo largo del día la situación vaya a cambiar. El agua corre por todos sitios, regueros que aparecen sin cesar y transforman el terreno en un barrizal. Todo blanco, todo silencio hasta que un grupo de jóvenes llega. Desaparece entonces el sonido del viento, el goteo de los tejados, el suave murmullo de los riachuelos que, desde arriba, ralentizan por aquí su paso antes de continuar su viaje, laderas abajo, hasta el mar. Hablan del camino recorrido, del hambre que tienen, del frío que hace y otras cosas que todo el pueblo puede oír de lo alto que lo dicen, como si estuviesen en cualquier otro lugar y en cualquier otra circunstancia. Como si la naturaleza para ellos hablase en balde.

Marzo 1996

2014. Acuarela sobre papel, 16x17cm.

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