Niebla
Después de una tarde en la que la luz
del sol dio todo su esplendor a las innumerables flores amarillas que
combinadas con el verde anuncian la primavera, hoy, domingo, amanece todo
blanco. La niebla que nos lleva acompañando casi dos meses nos recibe desde
primera hora de la mañana.
Para la anciana, y para la mayoría de
los habitantes del pueblo, los domingos son iguales a cualquier otro día de la
semana; el mismo ritmo, las mismas necesidades. También los domingos las cabras
necesitan salir al campo y ser ordeñadas y la anciana, como cualquier otro día,
desde las ocho de la mañana sale a estirar las piernas y ante la incrédula,
aunque habituada mirada de la ventera, comienza a subir una cuesta embarrada
después de varios días de lluvias al tiempo que trata de esquivar la persistente ventisca que acompaña a la
niebla. Casi una hora más tarde regresa de su paseo con paso más ágil y
decidido, ejemplo de que el ejercicio le viene bien a sus piernas. Poco después
se acercará a la venta, donde, como cualquier otro día, buscará a alguien con
quien hablar.
A las nueve de la mañana un primer y
pequeño rebaño de cabras cruza rápido el centro del pueblo, ellas deseosas por
llegar a su destino y el cabrero, que no encuentra a nadie con quien cruzar ni
una sola palabra, no ve motivo para detenerse.
La sensación de frío es mayor que
aquella que nos indica los nueve grados del termómetro. Si no fuera por los
constantes ladridos de los perros que cortan la tranquilidad reinante, el
silencio seria total, un profundo silencio que la gente busca romper con la
palabra, aunque las conversaciones a veces parezcan repetirse. La brisa se
intensifica y mantiene a uno pegado a su lectura, aunque la luz que nos ilumina
es cada vez más endeble. El día es plomizo y frío, algo evidente viendo cómo, los
pocos visitantes que van llegando, se bajan de sus coches, tapados hasta las
orejas y cómo corren a resguardarse en el bar o en la venta nada más poner los
pies en el suelo.
Hoy nadie permanece en los muros de la
plaza. Hoy nadie tiene el valor de sentarse en las piedras y ladrillos que,
junto a las paredes y con vistas a la carretera, hacen de bancos. Hoy el pueblo
vive de paredes adentro y nada hace prever que a lo largo del día la situación
vaya a cambiar. El agua corre por todos sitios, regueros que aparecen sin cesar
y transforman el terreno en un barrizal. Todo blanco, todo silencio hasta que
un grupo de jóvenes llega. Desaparece entonces el sonido del viento, el goteo
de los tejados, el suave murmullo de los riachuelos que, desde arriba,
ralentizan por aquí su paso antes de continuar su viaje, laderas abajo, hasta
el mar. Hablan del camino recorrido, del hambre que tienen, del frío que hace y
otras cosas que todo el pueblo puede oír de lo alto que lo dicen, como si
estuviesen en cualquier otro lugar y en cualquier otra circunstancia. Como si
la naturaleza para ellos hablase en balde.
Marzo 1996
2014. Acuarela sobre papel, 16x17cm.
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