Hace poco más de un mes, apenas pudo uno
caminar debido al mal tiempo. Este fin de semana, sin embargo, disfrutamos de
uno de esos días claros y limpios que la lluvia deja tras de sí. Sembrado el
cielo de nubes, por momentos el sol enciende los hermosos verdes que se
extienden por todo el paisaje en una mañana fresca que invita a empaparse de
naturaleza en soledad.
Es sábado y son las doce de la mañana. Desde
hace unos minutos la anciana que vive al otro lado de la carretera la cruzó
para sentarse en la esquina de la plaza y así aprovechar, no sólo las
intermitencias solares sino controlar desde allí a todo aquel que entra y sale
del pueblo. La soledad, cuando no es buscada, es, con frecuencia, difícil de
soportar y llega incluso a crear fantasmas que pueden trastornar la mente. Por
eso intenta entablar conversación con todos los que por allí pasan. Los
conocidos le preguntan cómo se encuentra y ella les habla de sus huesos, de sus
dolores, del frío invernal y de otras calamidades semejantes y que la mayoría
de sus vecinos, de su misma generación, sin duda comparten de alguna manera. Lo
cuenta no en busca de compasión sino
simplemente para ser tenida en cuenta, para que, en la mente de otros, su
presencia ocupe, al menos por unos instantes, un lugar.
Un señor mayor, apoyado en un bastón, y no
en un palo como la anciana, se sienta a su lado con las mismas ganas de hablar
que ella. Por un instante la conversación se anima y se llena de movimientos
aspaventosos, de altas voces, de giros de cabeza, pero todo sin perder de vista
a los turistas que salen del único bar en el que, o bien se pueden recuperar
fuerzas después de recorrer los hermosos senderos que surcan el accidentado y
al propio tiempo relajado paisaje que nos rodea o bien se puede animar un poco el
cuerpo antes de iniciar el camino. La nieta del señor se hace con el bastón de
su abuelo y da una teatral vuelta a su alrededor lo cual hace, como pretendía,
llamar la atención del anciano, aunque sólo sea por la conservación de su instrumento
de apoyo. Finalmente el abuelo consigue recuperarlo a cambio de un par de
monedas y su nieta, más joven de lo que su cuerpo pueda indicarnos, se va
corriendo hacia la venta-bar, más antiguo que el nuevo que han abierto al otro
lado de la carretera y de la plaza y a la que su madre fue hace unos instantes,
probablemente, como la mayoría de los que hasta aquí llegan, a comprar queso de cabra.
La anciana aprovecha la presencia del hombre
y le cuenta, seguramente, aquello mil veces repetido a otros tantos visitantes
ocasionales, algunas de las cosas que forman, o han formado parte, de su vida
aquí y de la mucha experiencia acumulada. Pero el hombre comienza a
impacientarse y mira constantemente hacía la venta-bar de donde, en lugar de su
hija y su nieta, atraídos por un sol más persistente, salen tres señores que se
unen a la charla con los ancianos. Pero pronto la conversación se fragmenta y
el señor vuelve a quedarse solo con la anciana. Mientras él, intranquilo espera
a la familia, ella, que no espera a nadie, sigue desahogando su mente
compartiendo parte de las muchas historias que la soledad va acumulando. Poco
después los ve partir, mientras los cascabeles de las cabras llenan de ecos el
espacio. Luego todo vuelve a la normalidad. Todos quedan de nuevo en soledad
con sus pensamientos, incluso el sol desaparece y la anciana permanece allí
sentada como si nada hubiera ocurrido, como símbolo de permanencia y oposición
a lo efímero, al transito brusco y al cambio precipitado. Como símbolo de un
lugar que espera pacientemente los acontecimientos, en el que cada instante se
disfruta como si fuera el último. Pero el sol es generoso y vuelve a surgir por
un instante como para mantener encendida la llama de su infinita paciencia.
Pasados unos minutos de quietud la anciana, con su bata y medias azules, botas
de agua y pamela de paja, se incorpora y, apoyada en su palo, regresa a su
casa, unos treinta pasos más allá.
2013. Acuarela sobre papel, 16x17cm.
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